Algunos textos que circularon en el primer número de la revista Letramuerta, hecha por estudiantes de Literatura de univalle y que circuló en el primer semestre del 2004.
LETRA MUERTA
La tarde aplastó al mundo. El crepúsculo trazó su senda mortal y esta noche se adormece con sus propios artificios. Salinas Sánchez está parado en mitad del puente. Mientras fuma, trata de ver cómo corre, bajo sus pies, el agua perezosa y sin luna. Mira el río y piensa: “la superficie no es sólo la otra orilla del fondo. Es el principio del fondo; del oscuro, del nítido fondo. La superf…” De pronto, una voz filosa y hostil cercena su cavilación.
-¿Es usted Salinas Sánchez?
- En ocasiones suelo serlo.
- No diga estupideces. ¿Es o no es?
- Claro que sí.
Salinas Sánchez entrega al hombre un sobre sellado. Aspira hondo su cigarro, retiene el humo y en seguida lo libera como a una jauría hambrienta; tras ella emerge una sentencia: la otra mitad, terminado el trabajo.
Es miércoles. Hace frío esta mañana. La vista del asesino escruta el rectángulo de la nota que venía con el dinero. “Miércoles. Diez de la mañana. Café Letra Muerta. Chaqueta y sombrero cafés. Estará, como de costumbre, sentado, dando la espalda a la ventana que da al callejón lateral. No falle”. El asesino está sentado en el borde de su cama. A través de un artilugio mental fabrica los hechos. Se ve a sí mismo cruzando la calle por donde huirá; se ve a sí mismo frente a la acera del café Letra Muerta; se ve a sí mismo acercándose a la ventana que da al callejón lateral; se ve a sí mismo frente a la espalda de un hombre con sombrero café; se ve a sí mismo, del otro lado del cristal, retrayendo el índice contra el gatillo. Ve el sombrero fracturado caer en una mesa vecina, ve al hombre doblado sobre la taza de café. Se ve a sí mismo sentado en el borde de su cama y diciendo para sus adentros: hiciste un buen trabajo.
Es miércoles. Hace frío esta mañana. Salinas Sánchez se ha levantado temprano, ha escrito un par de páginas, ha hecho una llamada telefónica. Sale sigilosamente, sin olvidar su chaqueta ni su sombrero. Llega al café Letra Muerta. No hay clientes aún. Permanece un instante en la entrada, respira profundamente y camina hasta la silla cuya espalda da al callejón, junto a la ventana. Pide una taza de café mientras espera que den las diez.
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LA HOGUERA
Él colocó su mano sobre el hombro de la mujer y la deslizó suavemente por el brazo hasta descargarla en sus manos. Ella las retiró bruscamente.
-Relájese –dijo el hombre sonriendo con la mitad de su boca-. No le queda mas remedio.
-Haga lo que va a hacer de una buena vez –respondió ella.
El hombre se paró, se retiró unos pasos y encendió un cigarrillo. Había hecho una hoguera en medio de aquel pequeño bosque para ahuyentar el frío y de paso los mosquitos. Ella lo miraba. Él se frotaba los brazos de vez en cuando y la miraba como queriendo descubrir algo en sus ojos. Notó que estaba tranquila. Pensó que a diferencia de las otras mujeres esta no temblaba. No lloraba. Ni siquiera pronunciaba palabras de súplica. Eso lo asombraba y a la vez lo desesperaba porque sus intenciones no tenían el mismo significado si no había miedo y desespero en la víctima. Quizá esta vez no habría motivo para pronunciar palabras obscenas ni para apretar fuerte su cuello diciendo: “quieta perra” o algo así.
-¿No tenés miedo?
-Nunca he sentido miedo de nada y no voy a tenerlo ahora.
-Pero es que así no podemos.
-¿Por qué? ¿No se le para o qué? –preguntó ella intentando pararse pero sus pies estaban amarrados. Sus manos también.
El hombre se desesperó. Le pegó una bofetada y la cogió por el cabello. La miraba con rabia. Sacó un cuchillo mohoso y lo colocó frente a su cara. Ella continuaba tranquila. Era sorprendente la tranquilidad de aquella mujer. No se inmutaba. Ya ni siquiera lo miraba. Podría decir que estaba resignada pero no. Era como si no estuviera allí. El hombre sudaba, temblaba, sus ojos enrojecían y apretaba tan fuerte aquel cuchillo que sus dedos empalidecían cada vez más.
-¿Muy tranquila o qué? –le dijo él al oído pasando su lengua lascivamente por detrás de la oreja-. No entiendo. Otra mujerzuela en su lugar estuviera temblando, suplicando para que no la tocara. Pero usted... usted es diferente; ya ni siquiera noto algo en su mirada. No tiembla y aparte de todo dice que no se me para.
El tipo encendió otro cigarrillo. La miró. Dejó escapar el humo y tras él una pregunta.
-¿No se le da nada?
Ella volvió su mirada hacia él y con una sonrisa en la boca respondió:
-No. Que a usted no le cobre y a los otros sí no hace una gran diferencia.
Rodolfo Villa Valencia
Estudiante de Literatura
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EL BUS
Se bajó tres cuadras más adelante de donde trabajaba. Olía a flores, escuchaba llantos. Una multitud lo envolvió y arrastró hasta una pared llena de orificios profundamente oscuros; más llanto, despedidas. Observó desesperado al interior del ataúd al que abrían la tapa antes de introducirlo en la fosa: era él, el muerto, era él. Despertó tres cuadras más delante de donde trabajaba.
Margareth Marcela Rengifo.
Estudiante de Literatura
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AL OTRO LADO
“Entonces Bioy Casares recordó
que uno de los heresiarcas de
Uqbar había declarado que los
espejos y la cópula son abomi-
nables, por que multiplican el
número de los hombres.”
Borges
La pieza está apenas iluminada. Las sombras de los objetos reposan inmóviles sobre la pared. Hay un espejo. En él pueden adivinarse los contornos del lecho; allí, las siluetas de dos cuerpos se buscan, se hallan, se reconocen en su mutua crepitación. El hombre alcanza a ver, retratada en el espejo, su propia figura que se funde con otra casi igual: practican un amor pausado, de bocas temblorosas y recios pezones, de soledades que convergen al otro lado de sí mismas como en un espejo. Después viene la dulce pasión, el estremecimiento extático, el vacío final.
El hombre vuelve a mirar al espejo, allí están tumbados los dos cuerpos. Luego mira la otra mitad de la cama, está vacía; mira nuevamente, está solo. Al fin se duerme pensando que todo fue un sueño. Mientras tanto, en el espejo, dos siluetas se acoplan amorosamente, procurando esta vez, no hacer demasiado ruido
Leandro Sanclemente Ladino.
Estudiante de Literatura